sábado, 25 de abril de 2009

Nacion y Estado (Cataluña)

 
    Servir al propio país es la manera más eficaz y más al alcance de todo el mundo de servir a la humanidad.
    El mundo se va haciendo pequeño, pero para ser "ciudadano del mundo" todavía hace falta ser ciudadano de la "civitas" propia. En el mundo no existe el hombre, sino los hombres. No hay la humanidad en abstracto, sino que hay ingleses y alemanes, coreanos y japoneses, españoles y catalanes. Para ser algo en el mundo todavía es necesario sentirse inmerso en una comunidad humana delimitada y caracterizada, cordial y al alcance. Lo que llamamos la patria, la nación, como palanca de proyección hacia la humanidad.
   La  nación es para el hombre una posesión indiscutible e inalienable, mientras que el Estado es, de sí, indiferente y cambiable. Un hombre puede cambiar de estado, o un estado puede cambiar radicalmente de forma, pero un hombre no puede quitarse del encima la propia nación, cuando ésta lo ha marcado con su huella imborrable. Tampoco una nacionalidad no cesa ni cambia por real decreto, sino que se ha ido formando a través de los siglos. Para el hombre, desnacionalizarse es degenerarse.
   Para salvar el hombre de la despersonalización y de la masificación, debemos salvar para él un pequeño país hecho a su medida. Dónde cohiben la nacionalidad, cohiben también al hombre. La  nacionalidad constituye una necesidad espiritual del hombre y, por esto mismo, es para él una fuente de derechos. El hombre tiene derecho a vivir nacionalmente, según su propia nación ‐lengua, cultura, formas de vida y de pensamiento, tradiciones‐, y este derecho es anterior a todos los derechos que sobre el hombre pueda invocar el Estado.
    El primer servicio que el Estado debe prestar al hombre, es asegurarle el derecho a vivir nacionalmente. Derecho que el Estado español nos niega a los catalanes al privarnos de vivir en catalán.
   Cuando el Estado no asegura este derecho, o cuando se constituye en obstáculo, como es nuestro caso, este Estado ha perdido el derecho de existir en aquella nacionalidad discriminada. La desaparición de un tal Estado es la premisa indispensable para toda liberación humana, social, política y cultural de quienes lo sufren.
   La  Patria somos los hombres. Hace falta crearnos una Patria donde el hombre del futuro sea posible.
   El hombre necesita tener a los suyos, quienes, aparte de todas las diferencias personales, sean básicamente como él. Que piensen desde unos puntos de partida comunes aunque las ideas puedan ser divergentes, que hablen la misma lengua aunque sea para expresar opiniones distintas. En los suyos encuentra la propia familia espiritual desde donde relacionarse con la diversidad de comunidades humanas. Los suyos serán los continuadores de su obra y de sus pensamientos. El hombre es inmortal en los suyos. Un hombre sin los suyos, por importante que sea, es un islote solitario, no es nadie. Resulta inofensivo para las estructuras de poder, aunque lleve una metralleta debajo del axila.
   Al hombre insolidario, como no da miedo, le darán toda clase de libertades. Le dejarán hacer dinero y turismo, podrá bailar sardanas y cantar canciones, hacer folclore, deporte y pornografía. Aun le consentirán insultar al gobierno. Pero no le permitirán nunca asociarse con otro que piense como él. No podrá intervenir comunitariamente  - única manera de intervenir con eficacia- en la construcción social y política del país.
   El hombre insolidario, por más que se lo crea, no disfruta nunca de libertad. El hombre sólo es libre cuando se siente fuerte. Y sólo se siente fuerte cuando se encuentra formando parte de los suyos.
   Por esto el centralismo-totalitarismo español, a un catalán siempre le permitirá decir yo, pero no le consentirá nunca decir nosotros. El totalitarismo español nos permite satisfacer tantos egoísmos individuales como podamos, pero nos prohíbe tener ninguna aspiración de signo colectivo, ningún deseo de proyectarnos en una comunidad que nos identifique. E incluso a tener alguna idea propia sobre la vida comunitaria. Ellos solos, los colonizadores, son los amos del país. Te permitirán tener coche, pero ellos te marcarán los itinerarios y te tasarán el carburante.
   Sólo el pequeño Estado nacional, hecho a la medida del hombre puede salvar a este frente el peligro de masificación que comporta la superpoblación y la "megacivilización". El día que habrán desaparecido del mundo las pequeñas Patrias carnales, habrá desaparecido el tipo histórico de hombre que hemos conocido hasta ahora. Y no para dar entrada al superhombre.
    No podemos hablar de los problemas de  convivencia internacional o en el interior de los estados. Ni podemos pensar en la solución del problema de España ni en el arreglo legítimo de la unidad europea, sin admitir previamente la distinción entre Nación y Estado. Nación, comunidad natural, surgida y consolidada espontáneamente en el curso de los siglos, y Estado, entidad jurídico-administrativa, creación artificial y a menudo abusiva y opresora, sobre todo cuando cada Nación no puede tener su Estado propio.
   Toda nacionalidad que se encuentra oprimida o encogida por un Estado forastero o plurinacional, tiene derecho a organizarse un Estado independiente por su cuenta.
 El Estado no es nunca la Patria. La Patria es la Nación. La Patria es la forma sentimental de la Nación, del mismo modo que, según Prat de la Riba, la Nación es la forma intelectual de la Patria. La Patria es la Nación sentida.
   El hombre no es hijo del Estado, sino de la Nación. La lengua, el folclore, la alegría popular son producto de la nación. El Estado no tiene espíritu, es esencialmente utilitario. Puede dar leyes, puede fundar centros de enseñanza, pero no puede crear una cultura ni despertar unos sentimientos. La Nación es amable, el Estado antipático. No hay día de difuntos más agobiante que una celebración oficial, ni hay literatura más insoportable que la de los decretos y ordenanzas. La única forma de hacer el Estado más amable, más humano, es que sea nacional: cada Nación un Estado.
   Esta es la fórmula ideal de la convivencia internacional. Y como las verdaderas nacionalidades son necesariamente pequeñas, para evitar la atomización hace falta establecer el sistema confederal general, sin hegemonías ni colonialismos interiores. Si no es por este camino, ni llegaremos nunca a una verdadera unidad europea ni menos mundial.
    Una forma u otra de Estado es necesaria, pero la Nación es imprescindible. Por la Nación nos hacemos hombres con derechos de ciudadano, por el Estado nos convertimos en súbditos. El hombre que ahoga en sí mismo el sentimiento de Patria, de Nación, para sustituirlo por la idea del Estado, deja de ser hijo de su país, ciudadano de cualquier ciudadanía, para convertirse en un número, una ficha, un autómata, un "hijo del cuerpo".
   El hombre naturalmente tiene su Patria como naturalmente tiene su madre. La madre engendra al hijo, la Nación engendra el hombre. La  Patria, la  nacionalidad, no pueden ser impuestas al hombre por un decreto del Estado, ni por las consignas de un régimen político, del mismo modo que nadie viene al mundo por una orden del Boletín Oficial. Los catalanes tenemos, desde hace muchos siglos, nuestra Patria, nuestra única Patria: Catalunya. Pero, por dictado de la España oficial, nos es impuesta una Patria nueva, desconocida y agresiva: la llaman España.
   El Estado, incluso necesario, es, por su poder, el enemigo nato del hombre. La Nación, en cambio, es la que posibilita la realización del hombre.
   La  nacionalidad es aquel clima ambiental que convierte la entidad individual hombre en una persona social y sociable, capaz de relacionarse y solidarizarse con los otros hombres. La nacionalidad abastece la personalidad al hombre, lo clasifica y lo califica, y lo pone en relación con la humanidad. La Nación crea el ambiente propicio al desarrollo de la personalidad, y en este ambiente se encuentra bien, uno se adhiere sin violencia. La Nación es el hogar, la escuela, el estadio y el santuario del hombre. Desnacionalizar un hombre es deshumanizarlo, es castrarlo.
   El Estado, cuando no es profundamente democrático, es siempre patrimonio de unos cuantos; de castas, partido único, grupos de presión económica, etc. La Nación es patrimonio de todos. Y para el hombre humilde es, muchas veces, el único patrimonio.
   Es el patrimonio del pueblo pequeño. Quien no tiene suficiente personalidad o suficientes medios de todo orden por hacerse una cultura, participa más que nadie y vive espiritualmente de la cultura, de las ideas y del ambiente nacionales –cultura, ideas y ambiente que los estados opresores pretenden suplantar, valiéndose sobre todo de los poderosos medios de comunicación social, por una falsa cultura oficial, por unas ideas prefabricadas y por la creación de un clima y de un ambiente artificiales. Por esto las clases populares y trabajadoras han sido por todas partes el apoyo de la Nación, y no suelen sentir, como las clases burguesas, la tentación de  desertar de ella. Las clases poderosas son por todas partes –Rusia incluida– el apoyo del Estado.
   De esto resulta que toda coacción antinacional es esencialmente antidemocrática, antisocial y antihumana. Y de esto resulta también la contradicción en que caen los indocumentados que tienen el nacionalismo por un prejuicio burgués.
   El hombre no  tiene suficiente al poder satisfacer todas sus aspiraciones individuales, todos sus  gustos, todos sus egoísmos. Cuando le llega la enfermedad o la decrepitud ve como toda planificación de ámbito personal es provisional y caduca. Entonces necessita sentirse inserto y continuado en una comunidad humana, entrañable, suya, no jurídicamente, sino afectivamente. Es la  Nación.
   La evolución brutal del mundo de hoy atenta a la pervivencia del tipo de nacionalidad, de Patria que hemos conocido hasta ahora, de base rural, ambientada por leyendas, tradiciones y folclore. Pero si queremos que el hombre no acontezca una triste ficha en una nueva sociedad universalista y uniformada, hará falta que el pequeño mundo de cada hombre -aquello que hoy decimos Nación, Patria- encuentre una nueva forma y una nueva expresión. Las diversas culturas diferenciadas deben sobrevivir en la internacionalización deseable. Porqué posiblemente serán el único instrumento para la supervivencia de estas familias llenas de humanidad -por lo tanto imprescindibles para el hombre- que hoy llamamos Naciones.
   Estamos en el ocaso de toda una cultura. El mundo conocerá nuevas formas políticas, sociales y económicas. Será otra era de la humanidad. Si somos hombres, hemos de entrar a la nueva era catalanes y mantenernos en ella como catalanes.
   Los totalitarismos diluyen al hombre. El totalitarismo español, por absorbente y centralista, intenta diluir la Nación Catalana, diluirnos como pueblo, como comunidad. Si un día los Païses Catalanes llegaban a desaparecer, los últimos catalanes‐quienes lo serían de verdad ‐porqué los otros ya haría tiempo que hubieran muerto‐ al morir, morirían totalmente. En su persona y en su continuidad comunitaria. Dejarían quizás descendencia física, pero no descendencia espiritual.
   Todo centralismo es una forma de totalitarismo.
   La Nación, la Patria, es un hecho real, no una ideología. Una pretendida "unidad de destino en lo universal" puede llegar a constituir una alianza entre Naciones, una confederación o un Estado. Pero no puede ser por si sola una Nación, una Patria.
   El territorio, las costumbres, el Derecho, etc., no llegan por si solos a constituir una nacionalidad hasta que se encuentran concretados en una conciencia colectiva de la unidad que estos mismos elementos han creado, y en una conciencia colectiva de diferenciación con los otras pueblos.
   Hoy el mundo va hacia el hombre cosmopolita, hacia el uniformismo de técnicas, de costumbres, aun de lenguaje. La técnica amenaza destruir la  cultura. Podemos llegar a una época post cultural . Será más que el fin del humanismo, el fin del hombre. Para salvar el hombre debemos salvar la cultura. Pero la cultura no existe: existen las culturas. Cada nacionalidad tiene la suya. La cultura nacional salvará al hombre, pero la Nación salva la cultura nacional. La tarea digna y heroica de los catalanes de hoy es salvar, mantener y agrandar la cultura catalana. Y por esto salvar, mantener y consolidar la nacionalidad catalana.
   El concepto de  patria es único e indivisible, y no se mide por el tamaño geográfico o demográfico, ni por la fortuna histórica de un pueblo. Por esto resulta de una indigencia intelectual la distinción abrumadora entre "Patria Grande" y "Patria Chica". Pequeña o  grande, Patria el hombre sólo tiene una, del mismo modo que sólo puede tener una madre.
   Nadie tiene derecho a atentar contra la propia nacionalidad. Esta no es patrimonio exclusivo de ningún individuo, sino de toda la comunidad, ni de ninguna generación determinada, sino de toda la saga: de los presentes, de los pasados y  de quienes vendrán.  Renegar de la propia nacionalidad, es digno de degeneración y de impotencia. Hablamos de la nacionalidad íntima, real, no de la del carné de identidad. Concretamente, para los catalanes hablamos de la nacionalidad catalana. Renegar de la nacionalidad es un insulto al propio nacimiento, es considerarse fracasado de origen. Es ser el mundo de fraude, sin raíces, sin vinculación histórica.
   El signo más visible de deserción nacional es sustituir el idioma propio por una lengua forastera. El degenerado que esto hace tiene obligación de emigrar a su nueva Patria electiva. Ha perdido todos los derechos a su país de origen.
   Si un particular no tiene derecho a  desnacionalizarse, tampoco tiene este derecho una generación determinada, o la comunidad nacional en un momento dado de su historia. Una Nación existe o no existe, independientemente del dictamen de una mayoría momentánea. Así como un individuo desertor no deshace una comunidad, tampoco una generación envilecida no puede deshacerla. Ni tiene derecho a deshacerla. Individuos y generaciones han conservado pujante y  viviente la nacionalidad para las generaciones que vendrán. Ellas son los herederos de la nacionalidad, quienes un día pedirán cuentas a la generación cobarde.
   Debemos respetar la propia nacionalidad y la nacionalidad de los otros hombres. Sólo un bárbaro puede atentar contra una nacionalidad que no es la suya. Este es el caso sublevante de la bárbara España en los Países Catalanes. Pero sólo un mal nacido puede atentar contra la nacionalidad propia. Este es el caso lastimoso de tantos catalanes degenerados. El odio a la Patria de los otros es la base del crimen de genocidio.
   La  perpetuación de una nacionalidad, sobre todo cuando es desconocida jurídicamente como en el caso de la catalana, depende del esfuerzo consciente de los nacionales para mantenerla. La nacionalidad catalana es la conquista diaria de los catalanes. Es Nación, en última instancia, aquel pueblo que tiene la voluntad de serlo.
   Hay nacionalidades antiguas que perduran, otras que han desaparecido del mapa, tragadas por un pueblo más fuerte, o víctimas de  las vicisitudes históricas, o diluídas en su propia vileza. Los pueblos que se han dejado asimilar no viven de ninguna forma. Han perdido su nombre propio, el alma propia, la  iniciativa propia. Ya no tienen ninguna misión que hacer, si no es obedecer, trabajar, pagar y callar. Se han despersonalizado, se han uncido como un cuadrúpedo al carro del vencedor. Sus antiguas glorias serán cantadas en otra lengua distinta de la de quienes las realizaron. Y las glorias que vendrán ya no serán las suyas: serán las de sus amos. Ellos habrán pasado a la reserva. Otros hablarán por ellos. Nunca jamás no serán nada y se irán extinguiendo en el anonimato más abyecto. Sus descendentes maldecirán su memoria.
   El hecho que el mundo vaya hacia las grandes unidades políticas supranacionales, no contradice la teoría nacionalista, sino que le da más razones. Las grandes unidades de cariz continental que van insinuándose, de una parte hacen sobrantes muchas unidades estatales intermedias, artificiales y abusivas, por ejemplo la unidad jurídica "España" y por otra pide una descentralización en el interior de los Estados actuales que vigorice todos los valores espirituales autóctonos, siempre más necesarios cuanto mayor es el conjunto que hace falta estructurar. Las nacionalidades han de aportar a la unidad superior sus vibraciones características unidades, sus latidos vivientes. Las grandes necesitan esta vida tintinerante de las nacionalidades que han de integrarlas, si no quieren acontecer organismos meramente funcionales, de conveniencias, esterilizados espiritualmente, masificadores y despersonalizadores del hombre. Panteones funerarios de Estados fósiles.
   Una Europa que fundara la unidad en los Estados actuales, muchos de los cuales reclaman ser disueltos- que deben darle vida, que impusiera a todos la misma y única lengua oficial -la del más fuerte-, unas mismas leyes interiores cultura única -al estilo de la España unitaria-, acabaría siendo para todos, una Europa colonizada por el Estado que ejerciera la hegemonía. Su unidad resultaría siempre precaria y su eficacia nula. Acontecería un campo de concentración de pueblos, tétrico y convulsionado, como son ahora aquellos Estados unitarios que parece que no tienen otra "misión en lo universal" que el ejercicio de la violencia, contra las nacionalidades minoritarias que oprimen y que se resisten a morir.  Toda teoría internacionalista ha de humanizarse. Debe racionalizarse, si quiere sobrepasar el campo de la pura utopía.
    En los pueblos sometidos se crea un estado de cosas que no permite, sino ilusoriamente, el desarrollo integral y  el reconocimiento total de la persona. El nacionalismo, por lo tanto, no lucha por unas ideas, por un territorio, por unos sentimientos, aunque todo esto entre a formar parte del nacionalismo. El nacionalismo lucha básicamente por liberar unos hombres.  
   Primero es el hombre que el Estado. El único régimen político humano es la democracia, aunque no sea el régimen más fácil. Cuando la  democracia es imposible en un estado, la  falla no es de los hombres –como suelen querer hacer creer las castas usufructuarias de aquel Estado– sino de el Estado mismo. Entonces hay que revisar i destruir, si no hay más remedio, las esencias constitutivas de aquel Estado. El Estado contemporáneo se ha mostrado impotente para resolver los problemas de  la convivencia, de la supervivencia de las nacionalidades y del progreso espiritual de los hombres. Pero se ha mostrado eficaz para las guerras. Así constituye un obstáculo para la integración supranacional.
   Para esta integración es absurdo querer partir de los Estados que, por naturaleza, deben dificultarla. Hace falta partir de las realidades nacionales, que son realidades naturales. Edificar la sociedad internacional a partir de los Estados es hacer la tarea al revés. Edificarla partiendo de la Nación, es empezarla por la base; porqué es empezar por el hombre.
   Des de este punto de vista, los principios anarquistas pueden tener actualidad.
   Los grandes Estados son hijos de una ideología y son las ideologías las que traen las grandes mortandades. Las ideologías no suelen llevarse bien con las realidades humanas y por esto hace falta hacerlas entrar con el calzador  de la violencia. España es fruto de una ideología y todos sabemos la  violencia que ha ocasionado y  ocasiona.
    Contra las grandes ideologías abstractas, hay la reivindicación de los hechos humanos naturales. El nacionalismo –el verdadero nacionalismo de Nación, no el falso nacionalismo de Estado– es la reivindicación de un hecho natural. Contra el Estado, la Nación.
   Toda tiranía pública es una tiranía estatal. Todo movimiento nacionalista es un movimiento contra un Estado determinado y todo genocidio antinacionalista es realizado por un Estado bajo el disfraz de otro nacionalismo. La  faz del Estado es, de sí misma, tan repelente que no osa presentarse sin la  careta de un nacionalismo, legítimo, como en el caso del Estado nacional, o prestado, como en el caso de España.
    Se ha hablado inconsideradamente del fracaso del nacionalismo. Pero aquello que ha fracasado no ha sido el nacionalismo, sino el estatismo. No ha fracasado el principio de las nacionalidades, sino el concepto de Estado soberano.
    La  soberanía no pertenece al Estado, sino a la Nación. Esta la delega al Estado. Pero el Estado, de sí, no es una soberanía, sino un servicio. El fracaso ha sido convertir un servicio en soberano absoluto y absolutista.  El Estado es para servir la Nación. No la Nación al Estado. A quien sirve el Estado español? A la destrucción de las nacionalidades peninsulares, en servicio del imperialismo castellano. Sirve quizás una nacionalidad, pero no la nuestra. Y todavía podríamos averiguar si de verdad sirve la nacionalidad castellana. Todo Estado que se impone a la Nación se constituye en dictadura.
    El Estado español es y ha sido esencialmente antihispánico. Ha violentado siempre las realidades del país. El Estado español, tal y como lo hemos conocido de siglos, es auténticamente el anti-España. España no es un país, es una burocracia. El burócrata de   la administración española suele ser un pobre diablo mal educado, enemigo del pueblo que lo mantiene, con falta de responsabilidad y exceso de orgullo. Los organismos burocráticos oficiales de España han sido unas máquinas perfectas de enviar en serie los ciudadanos a la mierda. Una vergüenza para aquello que dicen que representan y un insulto para los gobernados.  En Catalunya han sido, además, un instrumento de invasión demográfica y de dominio colonial. El Estado español, déspota, vividor, sanguijuela, parásito, ha tenido en su estúpida burocracia el exponente más fiel.
   Nunca un Estado no puede reclamar ningún derecho sobre una nacionalidad. La mayoría de los estados unitarios y centralistas han sido construídos sobre el robo, el crimen y la guerra. Sólo en una federación de pueblos libres tendremos hombres libres.
    La  solidaridad de clase no es anterior a la solidaridad nacional. Esto sólo puede admitirlo quien no cree en otra cosa que en una utópica revolución mundial. Es decir, quien prácticamente no cree en la verdadera y posible revolución. Hasta ahora, todas las revoluciones de verdad que ha habido en el mundo han sido nacionales, cuando no nacionalistas. La clase social no puede suplir la Nación en la formación del hombre. Todo pueblo tiene derecho a la emancipación nacional, aunque ésta comporte el derecho a la separación. Esto es consecuencia del derecho más elemental y más auténtico del hombre: el derecho de escoger.
   Nadie que diga admitir los Derechos del Hombre no puede negar, sin contradicción evidente, los derechos de los pueblos. No es el Estado quien debe diagnosticar la  mayoría de edad de una nacionalidad por constituir‐se en Estado independiente. Cuando un pueblo quiere de verdad la independencia tiene, por este solo hecho, el derecho a poseerla. El Estado no puede conceder ni otorgar derechos a ninguna nacionalidad. Porqué toda nacionalidad, por el solo hecho de existir, ya lleva en sí estos derechos. El Estado tiene, pero, la obligación de reconocer estos derechos y fomentarlos.
   La aplicación a los Países Catalanes de la doctrina nacionalista llega en esta conclusión impepinable: los Países Catalanes son una Nación, muy anterior al Estado español. Por lo tanto, muy anterior a la denominada "unidad española". Los Países Catalanes, desde la Paz de los Pirineos (1652), se encuentran divididos entre el Estado español y el Estado francés. Se encuentran dominados y colonizados por estos dos Estados: situados frente una presión inusitada en su elemento material -lengua, cultura, etc.-; pero aun cuando la crisis provocada por esta presión, no han perdido todavía su elemento formal: la  conciencia y la voluntad nacionales.  España no es una Nación, sino un estado compuesto de un conjunto de nacionalidades: la vasca, la gallega, la catalana, la castellana y la andaluza. Pero es un estado unitario, centralista y abusivo que niega estas nacionalidades, las aprieta y las ahoga. Pretende sustituirlas por una pretendida "nacionalidad española", disfraz con qué Castilla quiere encubrir su acaparadora hegemonía. La Nación española, por lo tanto, no existe. El Estado español, desgraciadamente, sí.
   Para nosotros, catalanes, los Países Catalanes son la Nación, Europa podría ser el Estado y España es el obstáculo. Un ruso, primero es ruso que comunista, los hechos cantan. Un español (leed: castellano), primero es español que cualquier otra cosa. Un catalán, desgraciadamente, primero es cualquier otra cosa que catalán. Un hombre no puede ser internacionalista, si primero no es. Y un hombre no es nada internacionalmente, si nacionalmente no tiene una definición bien concreta. Un catalán no puede ser internacionalista, si empieza negando aquello que lo hace ser, es decir, la  propia nacionalidad catalana; que es la fórmula, que lo define y le da personalidad por relacionarse. Para un catalán, el españolismo es la fórmula más negativa del internacionalismo. Los Países Catalanes hoy no tienen fronteras propias que los separen del mundo, España sí: fronteras políticas y espirituales. España nunca ha sentido el mundo si no es para dominarlo. ¿Por qué nos dicen que el nacionalismo catalán está superado los mismos que sostienen el nacionalismo español? Es que, por ahora, todavía es muy difícil de vivir sin un nacionalismo. Todo catalán debe decir: aún cuando sólo quede un catalán, yo seré ese catalán.
   Idees i pensaments, de Josep Armengou, págs. 9-22